Alberto trabajaba en un oficio en extinción, era un detector humano de vibraciones. Durante muchos años y antes de que se inventaran aparatos sofisticados, lo contrataban porque muchos sabían de su extraordinario don de sentir y comunicar las turbulencias internas y aún las más profundas, que percibía al imponer su mano sobre una superficie que podía ser un motor, una estructura de metal, un tubo , un alambique. Informaba a los ingenieros y estos reevaluaban los proyectos porque confiaban en él. Podía decirse que los tuvo en sus manos por mucho tiempo.
Pero el tiempo pasó, la tecnología apareció como una plaga bíblica y resultó más precisa que sus diagnósticos de orfebre.
Una tarde Alberto miró sus manos y descubrió que había perdido la ilusión de vivir, pero no quería una solución sangrienta, simplemente no quería seguir, ya no le satisfacía el sabor de las cosas simples y sintió que ese día debía tomar una decisión. Su voluntad le pareció bastante lógica y pensó, ya no voy a comer. Ya no necesito energía, ya no voy a trabajar, voy a quedarme quieto, completamente inmóvil. Si no me muevo no será necesario que ingiera alimentos. Voy a tratar de no pensar e incluso me voy a deshacer de mis sentimientos y de mis recuerdos.
Ya había estado practicando ejercicios de inmovilidad y había sido traicionado por sus párpados y por su tórax. Sus párpados invariablemente batían, cual persianas, la ventana de sus ojos, y no podía evitarlo; así que, como una solución brillante aunque totalmente oscura decidió cerrar los ojos. Y al tórax, pensó, ¿cómo puedo detenerlo ?, podía hacerlo por algunos segundos. Aguantaba la respiración y conseguía un estado de hibernación que deseaba que fuera para siempre y que invariablemente terminara con él en unos instantes. Pero el tórax después de una licencia de algunos minutos, siempre crecía, como el fuelle vital que es, y volvía al punto de inicio una y otra vez.
Ya había estado practicando ejercicios de inmovilidad y había sido traicionado por sus párpados y por su tórax. Sus párpados invariablemente batían, cual persianas, la ventana de sus ojos, y no podía evitarlo; así que, como una solución brillante aunque totalmente oscura decidió cerrar los ojos. Y al tórax, pensó, ¿cómo puedo detenerlo ?, podía hacerlo por algunos segundos. Aguantaba la respiración y conseguía un estado de hibernación que deseaba que fuera para siempre y que invariablemente terminara con él en unos instantes. Pero el tórax después de una licencia de algunos minutos, siempre crecía, como el fuelle vital que es, y volvía al punto de inicio una y otra vez.
Alberto se preguntó, para que voy a comer si yo sé que no tengo vísceras, no tengo tripas, no poseo intestinos a los que les sirva el alimento diario que me pueda conseguir. Además que cada vez se ha puesto más difícil conseguir alimento. Definitivamente, ya no necesito comer, no voy a hacerlo también como una forma de protestar contra el mundo. Esto se acabó, ya no voy a comer.
Alberto se hizo la última pregunta, yo estaré vivo o estoy muerto. Se desabotonó la camisa y puso delicadamente la palma de su mano derecha sobre su pecho para detectar aunque sea un mínimo latido. No sintió la más mínima vibración, entonces se dio cuenta que estaba completamente descorazonado. Era la prueba que le faltaba. Sacó su mano del pecho , cerró su camisa y dijo, estoy muerto.
Alberto se hizo la última pregunta, yo estaré vivo o estoy muerto. Se desabotonó la camisa y puso delicadamente la palma de su mano derecha sobre su pecho para detectar aunque sea un mínimo latido. No sintió la más mínima vibración, entonces se dio cuenta que estaba completamente descorazonado. Era la prueba que le faltaba. Sacó su mano del pecho , cerró su camisa y dijo, estoy muerto.

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