Yo soy taxista desde hace 10 años. La empresa donde trabajaba como courier ambulante, quebró y felizmente con mi despedida me dieron una indemnización que me sirvió para comprarme un auto de segunda mano y, así, trabajar como taxista. A los 3 años de rodar con mi auto, unos tipos que no parecían malhechores, me pusieron una navaja en el cuello y me quitaron toda mi fortuna. Me quedé sin la herramienta que me ayudaba a enfrentar la vida con más ilusión. Desde entonces consigo, cada vez que puedo, a alguien que me de en alquiler un auto para trabajar diariamente.
Hoy es domingo y quiero trabajar para encontrarme a mí mismo. Ya no tengo a nadie, mis hijos han viajado al exterior y mi esposa me ha abandonado. Me han dado en alquiler un automóvil toyota sedán (a propósito se han dado cuenta que en los suicidios, el detective necesariamente debe buscar el auto-móvil. Esa anécdota es buena, se me ocurrió sólo porque soy taxista) y salí a recorrer la ciudad de Lima para conseguir algunos clientes.
Hoy es domingo y quiero trabajar para encontrarme a mí mismo. Ya no tengo a nadie, mis hijos han viajado al exterior y mi esposa me ha abandonado. Me han dado en alquiler un automóvil toyota sedán (a propósito se han dado cuenta que en los suicidios, el detective necesariamente debe buscar el auto-móvil. Esa anécdota es buena, se me ocurrió sólo porque soy taxista) y salí a recorrer la ciudad de Lima para conseguir algunos clientes.
Les diré que las Plazas, más que las calles, siempre me han fascinado, por su belleza, por su forma, por su obligación de aduana del tráfico, por su población absolutamente migrante. Pasé por la Plaza del distrito de San Luis, que une a las avenidas Aviación, Arriola y San Juan. Esta es una Plaza ovoide, bastante descuidada y con unos monumentos poco famosos. Circundé la plaza y fui a llenar el tanque de gasolina de mi carro en un grifo del contorno. Mientras llenaba el tanque, pensaba en cómo se puede conocer una Plaza bastante bien. Y me respondía, poniendo tu humanidad en ella, llorando en la plaza algún amor extraviado, descansando en un día de sol, leyendo el periódico en una mañana de domingo, quedarse allí viendo pasar a los autos, y sobretodo, estar en ella certificando que el mundo da muchas vueltas. Pagué por el combustible, miré el reloj, eran las 9 de la mañana y salí en primera. Avancé una cuadra y volteé en U para regresar a la Plaza. Por alguna razón imánica que no consideré importante transgredir, ingresé a la Plaza e inicié un recorrido que transformaría mi manera de ver al mundo.
Me coloqué muy cerca al borde de la acera de la Plaza y empecé a dar vueltas. Estaba concentrado en el trayecto y de vez en cuando veía a los conductores que pasaban cerca a mí. Pensaba como los destinos de las personas confluyen en un instante y a continuación divergen. Seguí con la segunda, tercera y cuarta vueltas. Nadie se dio cuenta de lo raro de mi camino. Ví las bancas en varios ángulos, a una pareja besándose en todos los perfiles, al monumento que me miraba fijamente, luego con el rabillo de sus ojos y finalmente el monumento me perdía al darle la espalda para a continuación volver a verme. Recién me percaté de cuán importantes son los ciclos. Los edificios de los contornos tenían otros detalles que no había observado en las primeras vueltas, era increíble, parecía que los dueños se apresuraban en cambiarlos en cada redondel que dibujaba. La iglesia de la Plaza era la cajita que engullía personas y luego las vomitaba a borbotones, en un ciclo, casi uterino, sólo que duraba una hora. Yo seguía dando vueltas y aparecían nuevos personajes, un heladero que se estacionaba, que vendía su algidez y que luego iniciaba el éxodo para una vida mejor. Unos jóvenes esperaban un ómnibus de servicio público para que los llevara a una reunión agradable que se adivinaba en la expectativa de sus ojos. En la plaza se quedaban las sonrisas, las ilusiones, las huellas. Por eso es que las Plazas no morían tan fácilmente. Y la gente creía que por las noches, la Plaza quedaba vacía. Nada más falso. Yo veía a los jóvenes que se acercaban y luego se alejaban y al volver a verlos estaban en diferentes órdenes y me preguntaba si eran los mismos o no. Es que el orden importa, yo tenía un orden, tenía un recorrido fijo, yo sabía cómo empecé este negocio pero no sabía cómo iba a terminarlo. Pero yo no lo premedité, que conste, simplemente ocurrió. Yo seguía dando vueltas y poco a poco me convencía que eso era lo que quería y nadie tenía que criticarme por ello. Cuando pasaba por el mismo lugar se me ocurría que no había pasado el tiempo y que no había envejecido. Y eso me seducía tremendamente. Ya eran las tres de la tarde y continué mi recorrido recordando las tantas veces que cumplí ciclos en mi vida, me divorcié dos veces, perdí mi trabajo en tres oportunidades, los ciclos de todos los días que viví, las veces que me perdonaron antes de volver a agredir a mis seres tan mal queridos, los libros que leí en repetidas oportunidades. Seguí dando vueltas y sonreí. Me pregunté, porque no me voy, porque no salgo del ruedo. Ya no podía irme, esa era la pesadilla (¿o la felicidad?) que tantas veces me acosó hasta acorralarme y que hoy tenía la brillante oportunidad de cumplirse. Hay destinos que son circulares y más exactamente, ovoides. Seguí dando vueltas y algunas personas se dieron cuenta de lo absurdo de mi proceder, les resultaba incómodo, les recordaba cuán cuerdos eran y eso, es subversivo. Empezó a anochecer y los espectadores avisaron a otras personas que había un auto con un camino raro con un chofer inescrutable, pero que lo más probable es que estuviera loco. Algunos, empezaron a aplaudir cada vuelta que terminaba o que empezaba, seguro como burla y tal vez, algunos con respeto al señor que sabe lo que quiere y persiste en su senda. De pronto fui famoso, yo era un reality show. Pero se desilusionaban, cuando se percataban que lo mío, iba en serio. Y cambiaron el tono de la alarma, cuando lanzaron el alerta de peligro y avisaron a la policía. Saben, yo no le estaba haciendo daño a nadie, yo me cuidaba de no estorbar al tráfico. Por último, no está prohibido dar vueltas a una Plaza.
La iglesia llamó a la misa de las siete de la noche con sus campanadas tristes. Los fisgones se disponían a detenerme, pero no sabían con quien se habían metido.
Entonces, ví a un camión que ingresaba a la Plaza, aceleré lo más que pude en la primera vuelta, me había transformado en la imaginación de esos trasnochados denunciantes, frenaba poco en las curvas. La gente gritaba y se retiraba prudentemente. Yo, entretanto, no perdía de vista al camión, e inicié la última acelerada para impactar al camión antes que abandone la plaza, justo en una de las curvas. Me enclavé debajo de su chasis, pero el golpe me despistó y con mi auto dí varias vueltas de campana. Los roles de esta frase se invirtieron, y con el tañido de la campana que, lastimera, invitaba a misa, me despedí con vueltas, vueltas y más vueltas.

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